A los siete años, bautizado, confirmado, confesado y por primera vez comulgado, el hogar familiar iba a cambiar de entorno, transladándose del barrio de Horta al de La Verneda, barriada de inmigrantes que habría de amasar una sólida tradición de reivindicaciones vecinales y donde se había inaugurado, apenas tres años antes, el polígono de viviendas La Pau –La Paz, por aquel entonces–.
Coincidió también que en mi primer colegio, el de las monjas –Amor de Dios, se llamaba...–, no se aceptaban varones más allá de la Primera Comunión, por lo que, además de aires, cambié de escuela. Haciendo gala de una enternecedora torpeza en el ámbito de las predicciones, los deseos que mis queridísimos padres albergaban sobre mi futuro –los padres no pueden evitar planificar, a su propia medida, la vida de sus vástagos, con los consiguientes chascos que ello suele conllevar– se debatían entre la teología y la medicina, por lo que sus intentos fueron encaminados hacia otra escuela eclesiástica. Sin embargo, una carambola de prosaicos azares en las fechas y las plazas disponibles iba a obligarles a matricularme en la Academia La Paz, centro de barrio y de gestión privada que, además de estar en frente de nuestra nueva vivienda, contaba con una biblioteca la mar de apañada, dadas las circunstancias, y un profesorado que habría de marcar, en notable medida, importantes pautas en mi formación. En aquella academia estrené la Enseñanza General Básica (E.G.B.) y ya no habría de moverme de allí hasta finalizar el Curso de Orientación Universitaria (C.O.U.). Pero no corramos tanto...
Aquella biblioteca sabatina iba a proporcionarme nuevos materiales para la construcción de mi incipiente biblioteca personal. Además de todo aquello que venía engullendo y he ido mencionando en las anteriores entradas de este hilo, arrasé como Atila con toda la literatura infantil y juvenil que allí pude encontrar, haciendo especial estrago en la obra de Enid Blyton y en una colección de la que guardo gratos recuerdos: Los Grumetes de la Galera*.
Aquellas hileras de libros fueron cayendo como lo hicieron las de las aventuras de Tintín y las de Astérix y Obelix, que también acampaban por allí... Mi afición por los menospreciados “tebeos” superaba incluso a la de los libros, hasta el punto de provocar una cruzada familiar, tan feroz como inútil, para librarme de aquella maldición en viñetas...
Los cinco en el cerro del contrabandista, ¡Buen trabajo, Siete Secretos!, Roque el trapero, Los astronautas del Mochuelo, Viaje al país de los lacetas, La pandilla de los 10, El zoo de Pitus... |
Aquellas hileras de libros fueron cayendo como lo hicieron las de las aventuras de Tintín y las de Astérix y Obelix, que también acampaban por allí... Mi afición por los menospreciados “tebeos” superaba incluso a la de los libros, hasta el punto de provocar una cruzada familiar, tan feroz como inútil, para librarme de aquella maldición en viñetas...
*Solicité hace unas semanas a la editorial el listado de obras de aquella colección. Sigo sin respuesta...
Vaya, además de haber coincidido en el Amor de Dios, también con las lecturas de E.Blyton; curioso, curioso... ;-)
ResponderEliminarApreciada... ¿vecina? :-D
ResponderEliminarAdemás de agradecer su comentario y la atención prestada, le agradecería me desvelara la época en la que fue usted al Amor de Dios... Cuando yo iba, los niños y las niñas estaban separados...
Saludos y gracias otra vez. ;-)