domingo, 7 de octubre de 2012

Husmeando el Frente Cívico

   De entre la fauna política contemporánea, hay, aunque les cueste creerlo, una serie de personajes a los que guardo un sincero respeto que, para más inri, poco o nada se corresponde con las respectivas ideologías que puedan abanderar. No sé si les he explicado ya que, a día de hoy, lo más parecido a una ideología que he sido capaz de asumir me lo han proporcionado, aparte de mi propia cosecha, ciertos libros de pensadores malditos y algunas grandes obras de la ciencia-ficción, sustancias que, lamentablemente, nuestra época aún parece estar lejos de ser capaz de digerir. Así que no pierdan el tiempo en tratar de alistarme en las filas de tal o cual bando político conocido, bajo riesgo más que probable de errar estrepitosamente. El respeto del que hablo se lo han ganado los personajes en cuestión más por su inteligencia, sensatez, coherencia, astucia, cintura, honestidad, o cualquier otra característica que se me antoje deseable tanto para el humano en general como para el animal político en particular. Fruto de esta consideración, cuando tales personajes abren la boca o mueven ficha, yo les presto especial atención. Y tal ha sido el caso de Julio Anguita, alias El Califa -pocos motes he visto tan bien puestos-, y su flamante Frente Cívico.

   Para ubicar a los que no estén al caso, resulta que a finales de junio del presente año, Anguita se arrancaba con una entrada de blog tan rotunda y afilada como su propio perfil moruno. Terminaba el texto con un listado de diez propuestas, desplegadas con la intención expresa de promover ese necesario debate que algunos postulamos y muchos eluden, temerosos, tal vez, de que, en su desarrollo, pudieran quedar en entredicho los dogmas y las banderas que trufan sus identidades. Ante la necesidad de orientación que padece el desamparado personal, se entiende que la voz del Califa resonara en el desolador vacío de propuestas definidas y concretas, haciéndolo vibrar lo bastante como para que don Julio, con premeditación o sin ella, debiera pisar de nuevo la misma tarima apenas dos semanas después. Sin entrar ahora en detalles -léanse los textos que les enlazo, caramba-, las propuestas iniciales se convertían así en un llamamiento a la acción que, amplificado por la Red, alentaba a constituir en las ciudades asambleas populares que pudieran servir de cimientos a ese “nuevo” frente cívico anunciado.
   Y así, atentos a lo que en la Red se cuece, una lluviosa mañana sabatina, unos colegas y yo, en nuestro incansable peregrinaje en busca de brotes verdes, y equipados con ese prudente escepticismo y saludable espíritu crítico que nos distingue -para bien o para mal-, nos plantamos en el acto constituyente de la correspondiente asamblea en la Ciudad Condal. Sin embargo, a los diez minutos de iniciarse el acto, nuestro selecto grupo empezó a desfilar discretamente hacia la cafetería del lugar; a los veinte, degustando cafeína, teníamos montado ya nuestro propio debate en torno a la mesa del bar, que, como se sabe, es donde los íberos solemos arreglar el mundo. Y antes de que nos tilden de rancios o desaboridos, déjenme unas líneas que sirvan para explicar, si fuera posible, nuestra insolencia.

   Se me antoja una perogrullada, por evidente, que si alguien ha visto el cielo abierto al contemplar a las muchedumbres populares que vienen manifestándose desde el célebre 15M han sido la vieja izquierda decimonónica y el viejo progresismo cumbayá, versión ibérica de los ecos de un hipismo campestre y un mayo del 68 acontecidos más allá de las fronteras de la Piel de Toro. Es comprensible que ante la visión de las calles atestadas por multitudes rememorando y coreando de nuevo aquellas consignas que los Sex Pistols habían dejado, hace ya treinta y cinco años, a la altura del betún, las esperanzas de todas esas viejas guardias se hayan visto reanimadas y hayan puesto manos a la obra en la tarea de resucitar aquella revolución que heredaron de sus abuelos. Además de los múltiples intentos por parte de partidos ya granados, sean más o menos minoritarios, de apropiarse de la indignación del populacho, de arrimarse el ascua a su sardina y salir en la foto, hemos tenido sobradas ocasiones de comprobar cómo, sin ir más lejos, en las asambleas de barrio que han florecido en el último año por todos los rincones del Estado, son innumerables los casos de partidos, partiditos y partiduchos de los que ni siquiera se sabía de su existencia que, con toda pasión y fervor soviéticos, queriendo aprovechar la posible ganancia del río revuelto, se han hecho con el control de las mismas, para conducir a la plebe furibunda, confusa y desvalida hacia el luminoso amanecer de una nueva Internacional... (suspiro). Y algo de todo eso fue lo que detectó nuestro fino y puñetero olfato...

   Con todo, aunque no lo crean, y a pesar de las dificultades que tenga yo para comulgar, insisto en que todo este tipo de maniobras me parecen de lo más necesarias, porque, como ya he señalado en otras ocasiones, si algo sacaremos en claro de todo esto es el poso que pueda quedar entre esa inmensa mayoría que en su vida se había planteado siquiera participar de forma activa, en la medida que fuere, en la vida política de su entorno. Y no me refiero a poso ideológico, sino a poso en los hábitos; es decir, en adquirir la costumbre de ponerse ante el otro y verse obligado a exponer y a escuchar, a discrepar, a poner en tela de juicio, a debatir, a decir que sí y consensuar y, sobre todo y más difícil todavía, a ser capaces de cambiar si la razón y el buen juicio así lo requieren.
Y que el Califa haya removido una vez más la olla como lo ha hecho no hace otra cosa que confirmar la consideración que le guardo. ¡Anda que no nos gustaría nada en nuestro barrio tenerlo sentado alguna vez a la mesa del bar desde la que arreglamos el mundo!