lunes, 13 de febrero de 2012

Autores, cultura y los 40 ladrones (III)

   Con el invento de la imprenta, imagínense, por ejemplo, el revuelo que debió de formarse en las altas esferas de las congregaciones religiosas medievales. El clero, custodio del saber almacenado en sus monasterios, y prácticamente único encargado de la sagrada tarea de copiar –o sea, re-producir–, debió de ponerse como basilisco ante aquella invención del demonio. ¡Tanto escriba al paro! ¡Inadmisible! ¡Los textos sagrados en manos de pecadores y reproducidos de forma tan diabólica! ¡Peor que el Apocalipsis y las Siete Plagas! Puedo figurármelo comiéndole la oreja a cortesanos, nobles y reyes para que dictaran decretos, edictos o lo que fuera que condenara y prohibiera aquella nueva argucia del Maligno. Los argumentos se parecerían mucho a los que hoy escuchamos en la "lucha contra la piratería": está en peligro la "cultura", el "autor", la "propiedad intelectual", y bla, bla, bla; cuando todos sabemos que lo que se ponía en juego era la propiedad del negocio y, sobre todo, la cuota de poder que proporciona tener el control de semejante producto. Y en el caso de la "cultura", eso es mucha cuota de poder, pues significa el control del conocimiento, de las ideas, de la expresiones que le llegan al gran público; es decir, significa el control de lo que la gente puede leer, puede escuchar, puede ver, y, por lo tanto, de lo que la gente puede –y debe– creer, pensar o con lo que identificarse.
   De lo que no hay duda es de que aquel negocio –y su cuota de poder– cambió de formato y de manos en la medida que los interesados fueron capaces de entenderlo y adaptarse a la situación.
  Ya en la segunda mitad del siglo XX, los avances tecnológicos en forma de fotocopiadoras y de grabadoras de cinta magnética significarían una nueva amenaza para la industria y el negocio de la cultura imperantes en el momento. Como sabemos, la mafia cultural, enmascarada con los mismos argumentos de "protectores de la cultura y el autor", no tardó en aplicar cánones a las fotocopias y las cintas de grabar para contrarrestar el papel y el plástico que dejaban de vender a causa de la posibilidad de que el populacho pudiera fotocopiarse un libro o grabarse un disco en una cassette. Sin embargo, una vez más, ya no habría manera de revertir los efectos de aquellas nuevas tecnologías que permitían, entre otras cosas, algo impensable hasta el momento: la plebe, el consumidor final, podía plantearse producir sus propias obras culturales sin pasar por el embudo y por el filtro de la industria cultural institucionalizada.
   La década de los ochenta se recuerda ya hoy como una explosión cultural sin precedentes, propiciada en gran medida por tal circunstancia. El común podía acceder a máquinas que le permitían realizar sus propias publicaciones: fanzines y revistas a base de fotocopia, publicación de obras musicales totalmente gestionadas y financiadas por los propios autores (es la época del nacimiento de la autoproducción y de los sellos independientes). Aún así, en ese momento, el mastodonte del negocio cultural tenía la sartén por el mago, lo que le permitía atenuar los efectos de aquella "fuga". Los autores que decidían autoproducirse se encontraban con los largos tentáculos del monstruo en cuanto se disponían a distribuir y promocionar sus obras: cualquier intento de introducir tales "productos" en el mainstream se topaba con que tanto las distribuidoras como los medios de comunicación pertenecían a la titánica industria cultural y, por lo tanto, o les pagabas o ni te distribuían ni te promocionaban. Y con esto no sólo me refiero a correr con los gastos del servicio; me refiero a cosas como que las imprentas te dieran con la puerta en las narices, las distribuidoras te amenazaran con asegurarse de que tu producto quedará enterrado en los almacenes, o que el locutor más "enrollado" del programa musical más "enrollado" pudiera pedirte, sin pudor alguno, en tu propia cara y bajo mano, un cuarto de millón de las antiguas pesetas si querías que tu disco sonara por antena. Las listas de éxitos, queridos lectores, se determinan a golpe de talonario, créanme.
   Se debe tener en cuenta que lo que uno encuentra en las estanterías, lo que escucha por la radio, lo que ve por la tele, en el cine, etc. no es otra cosa que las obras y los autores que, digámoslo así, "pasan por el tubo". De querer acceder al resto de la cultura, uno debía entonces dirigirse a los correspondientes guetos y circuitos de la cultura underground (ahora la llaman alternativa, que se mastica mejor). No me cansaré de repetir, ya que estamos, la gran importancia que tuvo –y tiene– la materialización de ese mismo fenómeno en otros ámbitos de la comunicación: en cuanto estuvo a la alcance del populacho la tecnología necesaria, aparecieron las primeras emisoras de radio libres –también etiquetadas y perseguidas como "piratas", fíjense ustedes que coincidencia–, a las que la historia se verá obligada a reconocer su papel fundamental como difusoras y generadoras de cultura independiente, popular, alternativa o como se la quiera llamar. Con todo, y a pesar de todas las dificultades, no había vuelta atrás; el proceso se repetía implacable: a medida que se facilitaba el acceso a las tecnologías de producción –imprentas, sistemas de grabación, emisores de radio, etc.– empezaron a florecer editoriales, sellos discográficos y emisoras independientes, que, si bien no ponían aún en jaque a las todopoderosas industrias culturales, significarían un considerable bocado de aquel jugoso pastel. Y lo que es más importante: abrían la espita para que otro tipo de cultura y de ideas, diferentes a las establecidas, fluyeran hasta llegar al gran público. Dada la circunstancia, la industria y las instituciones oficiales acabarían optando por tratar de fagocitar y asimilar, a base de subvenciones, aquella cultura díscola y convertirla en productos que sirvieran a sus propios intereses, tanto comerciales como políticos. ¿O acaso creen que fenómenos como el "rock radikal vasco" o el "rock català" tuvieron lugar por su cara bonita o por su "valor cultural"?
   Y entonces llegaron las computadoras, la digitalización y la conexión a Internet...
(Continuará...)