martes, 5 de agosto de 2014

En defensa de la tecnología

Advertencia preliminar:
Este artículo fue escrito y ofrecido de forma gratuita a la publicación online JotDown, como réplica al artículo "La tecnología no nos hará libres", aparecido en la misma y cuya lectura previa es necesaria.
A pesar de haberlo ofrecido de forma desinteresada, la publicación JotDown desestimó la publicación del presente artículo alegando no poder pagar más colaboradores; transcurridos tres meses de silencio desde entonces, procedo a su publicación en esta palestra.



Para un tipo como yo, un artículo bajo el titular de "La tecnología no nos hará libres" bastaría para hacerlo salivar, pero, si además, en la primera frase aparece "ciencia ficción", aunque el texto estuviera dedicado al macramé, nada podría impedir ya que lo engullera, deseando, acto seguido, enfrascarme con el autor en cualquier suerte de cara a cara por el puro placer del esgrima dialéctico. Así que, con talante de conversador de café, sin animosidad alguna, pero con ganas de jarana argumental, me dispongo a replicar a lo expuesto en el mentado artículo, de título y entradilla tan atractivos, pero, ¡ay!, engañosos...
Y digo lo de "engañosos" porque, en realidad, el texto, donde la ciencia ficción sólo es un mero recurso para darle ambiente, más que demostrar la hipotética coerción de la técnica sobre la libertad humana que el titular proclama, transpira de principio a fin aquellos sudores fríos que acompañan al rechinar de dientes que le entra al humano cuando le toca hacer frente a la novedad.
Es de sobras conocido el misterioso terror cósmico que suele sentir la humanidad hacia lo novedoso, hacia los descubrimientos, hacia los nuevos conocimientos, y hacia los cambios que en su apacible paisaje pudieran producir. Cuando el conocimiento adquirido amenaza con cambiarnos el entorno, la circunstancia a la que estamos habituados, a los humanos nos entra un tembleque que no nos llega la camisa al cuerpo y salimos corriendo al fondo de nuestra cueva, a terreno conocido, que se nos antoja seguro, por lo que pudiera ser. Y acto seguido, en cuanto se nos pasa el sofoco, antes que reconocer el canguelo, abominamos del elemento novedoso y, si se pone a tiro, le pegamos fuego. Tal reacción es también muy humana: antes que reconocer los propios miedos, o nuestra ignorancia, o nuestro error, tendemos a cargarle el muerto a “lo otro”; se nos dispara ese mecanismo de “autodefensa” –llamémosle– por el cual la causa o la responsabilidad recae siempre sobre algo externo a nosotros, sobre la cosa, sobre aquéllo de allí... Nunca sobre nosotros. Y así, aligerados del peso de ser causantes o responsables –o sea, de ser libres–, nos falta tiempo para montar la pira, olvidando que la estabilidad obtenida en ese tradicional y familiar paisaje por el que estamos dispuestos a quemar lo que haga falta, la hemos conseguido gracias a las técnicas derivadas de otros saberes previos, gracias a las tecnologías anteriores, pues la tecnología no es otra cosa que un conjunto de teorías y técnicas que permiten aprovechar de forma práctica el conocimiento adquirido.
Esta costumbre nuestra de proyectar nuestros miedos hacia afuera, en lugar de descender a nuestros infiernos en busca de su origen, suele tener como consecuencia que acabemos "purificando" con llamas sin haber llegado a oler siquiera, ni  mucho menos averiguar o intentar comprender, la naturaleza de lo demonizado. Y eso sucede con nuestra tecnología, chivo expiatorio de moda desde que a la resistencia agropecuaria decimonónica se le atragantó el motor de combustión. No voy a detenerme aquí a darle pábulo al ludismo y a su aversión a las máquinas, por no considerarlo más que la versión actualizada de ese pavor fundamental del que venimos hablando. Pero déjenme que fabule un hecho que me parece llamativo:
Incluso los más encarnizados inquisidores de “la máquina” quedan embelesados, próximos al éxtasis, al contemplar, en cualquier museo, un arado neolítico. Envueltos en vapores de nostalgia bucólica, se arroban ante aquel artilugio que se les antoja de una sencillez e inocuidad conmovedoras, por la sencilla razón de que no les representa novedad o amenaza alguna, ya que hace miles de años que fue asimilado, absorbido, comprendido, y forma parte constituyente de su realidad cotidiana. Y así de satisfechos se vuelven a casa, sin lamentar ni un segundo las enormes desigualdades o los implacables procesos de sustitución en las fuerzas productivas que tal diabólico artefacto –ergo máquina– supuso para las bandas y los clanes de cazadores de los tiempos en los que se inventó.

Arado: la diabólica tecnología que acabó con la working class de los cazadores.

Por no desviarme del punto al que quiero llegar, tampoco me entretendré ahora en replicar a algunas afirmaciones de rotundidad arriesgada que el texto de mi interlocutor virtual me pone al paso en cuanto a las capacidades presentes y futuras de las máquinas, pero sí quisiera recomendarle que indague en lo que ya son capaces de hacer algunas y a la velocidad a la que esas capacidades mejoran. Así mismo, advertirle de que, cuando afirma que hay tareas “... en las que por alguna razón preferimos tener a humanos enfrente.” contradice a lo que muestran los datos estadísticos a medida que las nuevas tecnologías avanzan: que cada vez realizamos más tareas sin más intervención humana que aquella que “todavía” –sí, querido amigo, el “aún” y el “todavía” son claves– no puede realizar una máquina. Compramos de todo por Internet, sin inmutarnos por el hecho de que nuestra pizza, nuestro vestido o nuestro libro nos lo pueda traer un drone en lugar del repartidor habitual. Y el Estado sustituirá lo que haga falta a medida que sepa cómo hacerlo a su conveniencia. Sin ir más lejos, toda mi relación con Hacienda la llevo a cabo sin cruzar una sola palabra con funcionario humano alguno... Pero no nos desviemos más, quizá en otra ocasión...
Volviendo a lo que estábamos, no podemos negar que la problemática, el dilema existe, –así como el temor por la incertidumbre que cualquier dilema nos genera–, pero tal dilema no es muy distinto, en esencia, del que se plantea o se ha planteado siempre ante una nueva situación; más aún si se trata de un caso de disrupción tecnológica, como lo fueron la Revolución Agrícola, la Industrial o la que nos toca vivir aquí y ahora.
¿Que la aplicación de una tecnología puede significar un proceso de sustitución en algunas tareas antes habituales? Sí, sin duda. Que se lo pregunten al que tenía que arrastrar piedras a través de largas distancias cuando aparecieron los carros; o al lomo del segador de trigo cuando aparecieron las cosechadoras...
¿Que eso pone en peligro ciertos puestos de trabajo? Sin duda. Algunos desaparecerán para no volver jamás. La figura del cazador, principal fuerza productiva en tiempos remotos, la working class del Paleolítico, es hoy algo anecdótico, pintoresco, arcaico y mal visto por poco civilizado.
¿Que una nueva tecnología genera desigualdades? Sí, pero no de las que se le achacan. Como sucede con cualquier conocimiento nuevo, el que lo conoce goza de una ventaja de la que carece el que lo ignora. Y eso constituye, sin duda, un factor de desigualdad, pero que se minimiza aprendiendo. Que se lo pregunten al conductor de carros que, visto el panorama, se puso a estudiar para conducir trenes...
Obsérvese que todas esas concesiones a los problemas planteados por la irrupción de una nueva tecnología capaz de alterar los sistemas de producción, se resuelven en gran medida a base de extender el nuevo conocimiento que las ha generado, como sucedió con la agricultura o con la máquina de vapor, y habrá que reconocer que nuestras nuevas tecnologías contribuyen a la difusión de conocimiento de un modo nunca visto. Pero justo un pasito más allá, dejamos de hablar ya de supuestas tecnologías demoníacas, para hablar de gestión de recursos, de redistribución y de ecualización a escala planetaria, del valor del trabajo, de organización, de intereses, de política, de lucha de clases, de luchas, en definitiva, de poder, cosa también muy humana.


Llegados a este punto, y si uno es capaz de transceder la figura de “lo otro”, de “el otro” como demonio, como enemigo –la culpa siempre es del otro, ¿recuerdan?–, resulta que entramos en el territorio de los deseos humanos, como bien intuye mi apreciado interlocutor virtual en las últimas líneas de su escrito, donde se redime al hacer un par de afirmaciones que, a mi entender, constituyen dos hebras fundamentales de un hilo que podría ayudarnos a mitigar nuestros miedos y, por lo tanto, a afrontar los dilemas y las dificultades que la circunstancia se empeña en poneros delante. La primera de tales afirmaciones dice que “Las demandas de los seres humanos, solos y en sociedad, son imprevisibles.” Y la segunda, que “... fiarse a la suerte nunca ha sido la mejor estrategia para la humanidad.” Estando de acuerdo con ambas, déjenme que empiece por la segunda.
Para el ser humano, en efecto, dejar las cosas en manos del azar nunca ha sido su mejor opción. De hecho, más allá de tratar de dominarlo en sus actividades lúdicas, ni siquiera puede permitirse planteárselo como una estrategia en firme, porque el ser humano, para tratar con lo que le rodea, con el mundo –que se le presenta como dilema, problema a resolver segundo a segundo, día a día– se ve obligado a hacer uso de esa capacidad característica suya que es el intelecto; es decir, no le queda otra que plantarse ante el problema, analizarlo y romperse la sesera para tratar de resolverlo.
Así pues, echando mano de esa inevitable actividad sesuda nuestra, y aplicándola al asunto de la “malvada tecnología” que nos ocupa, sería interesante –antes de agarrar el lanzallamas– tratar de comprender de dónde proviene ese hacer humano que es la técnica y su para qué, para lo cual recomendaría encarecidamente la lectura de una de las muchas joyas que el maestro Ortega y Gasset dejó para todo aquel interesado en acercarse a la realidad de las cosas. Se trata de un pequeño volumen que, bajo el título Meditación de la técnica y otros ensayos sobre ciencia y filosofía, recopila una serie de lecciones que impartió el maestro, allá por los años 30 del pasado siglo XX.
Sin riesgo de spoiler alguno –diga aquí lo que yo diga, “escuchar” a Ortega impartiendo es una experiencia impagable–, puedo asegurarles que bastan las dos primeras lecciones –apenas veinte paginitas–, para no volver a echarle el muerto a la ligera a la tecnología, pues, a fin de cuentas, no es otra cosa que el conjunto de técnicas a través del cual el humano pretende liberarse de los imperativos de la pervivencia, del estar vivo, para poder dedicarse a lo que es su necesidad fundamental y distintivamente humana: desarrollarse como individuo, ser lo que desea ser. Es decir, al ser humano no le basta con atender las exigencias biológicas para estar vivo –cosas como comer, beber agua, protegerse de la intemperie...–, no. El ser humano además de estar, quiere estar bien (bien-estar) para poder dedicarse a ser aquello que haya proyectado ser –ahí tenemos el deseo–. No usa la técnica para adaptarse al medio, no; la usa para adaptar el medio a él, de manera que el medio deje de incomodarlo y de exigirle cosas, pudiendo así dedicarse a vacar, a disponer de tiempo libre para lo que se le antoje ser –otra vez el deseo–. Al respecto, explica Ortega:
Los antiguos dividían la vida en dos zonas: una, que llamaban otium, el ocio, que no es la negación del hacer, sino ocuparse en ser lo humano del hombre, que ellos interpretaban como mando, organización, trato social, ciencias, artes. La otra zona, llena de esfuerzos para satisfacer las necesidades elementales, todo lo que hacía posible aquel otium, la llamaban nec-otium, señalando muy bien el carácter negativo que tiene para el hombre.”
Ahí lo dejo, subrayando que debajo de todo están las imprevisibles demandas de los deseos humanos que mencionaba mi interlocutor virtual en su primera afirmación, antes expuesta. Y entre esos deseos, algunos son infinitos, como ya nos explicó otro gran maestro contemporáneo del anterior:
Entre los deseos infinitos del hombre, los principales son los deseos de poder y de gloria.”
Así pues, si como hemos apuntado antes, son luchas de poder las que, en última instancia, dan lugar a todas esas injusticias, desigualdades y problemas sociales que, lógicamente, tanto nos preocupan; y si el poder es uno de los deseos infinitos del ser humano, convendrá también tratar de conocer lo que podamos de ese deseo que tantos quebraderos de cabeza nos ocasiona, para lo que recomiendo, en este intento de arrojar luz sobre los demonios que nos inducen a tirar de hoguera a la primera de cambio, la obra en la que aparece la frase que acabo de citar, El poder. Un nuevo análisis social, de Bertrand Russell.
Todo esto me lleva, para terminar, a poner sobre el tapete una reflexión que no es nueva –sin ir más lejos, los maestros que he mencionado la expusieron con meridiana claridad cuando el siglo XX aún era joven–, pero su vigencia es incontestable:
Tal vez el gran problema de fondo del ser humano de hoy es que no sabe lo que desea; es decir, no sabe lo que quiere ser, no tiene todavía un plan, un proyecto de sí mismo que encaje con el nuevo modelo de mundo que la nueva era de la sociedad de la información y el conocimiento le plantea; es decir, no sabe lo que quiere ser porque aún no comprende lo que está pasando. Estamos mirando, asustados, desde el fondo de nuestras cuevas, un nuevo modelo de mundo que nos sitúa ante una circunstancia de ámbito planetario que nos obliga, además de reformular nuestros propios deseos, a formular unos nuevos, unos deseos globales, de especie en su conjunto. La cosa tiene miga, claro está, pero si logramos definir esos deseos, tal vez los deseos de poder y de gloria adquieran nuevos enfoques y objetivos. Y la tecnología que hagamos estará enfocada, como siempre, a liberarnos para alcanzarlos.