Este artículo fue escrito y ofrecido de forma gratuita a la publicación online JotDown, como réplica al artículo "La tecnología no nos hará libres", aparecido en la misma y cuya lectura previa es necesaria.
A pesar de haberlo ofrecido de forma desinteresada, la publicación JotDown desestimó la publicación del presente artículo alegando no poder pagar más colaboradores; transcurridos tres meses de silencio desde entonces, procedo a su publicación en esta palestra.
Para
un tipo como yo, un artículo bajo el titular de "La tecnología no nos hará libres" bastaría para hacerlo
salivar, pero, si además, en la primera frase aparece "ciencia
ficción", aunque el texto estuviera dedicado al macramé, nada
podría impedir ya que lo engullera, deseando, acto seguido,
enfrascarme con el autor en cualquier suerte de cara a cara por el
puro placer del esgrima dialéctico. Así que, con talante de
conversador de café, sin animosidad alguna, pero con ganas de jarana
argumental, me dispongo a replicar a lo expuesto en el mentado
artículo, de título y entradilla tan atractivos, pero, ¡ay!,
engañosos...
Y
digo lo de "engañosos" porque, en realidad, el texto,
donde la ciencia ficción sólo es un mero recurso para darle
ambiente, más que demostrar la hipotética coerción de la técnica
sobre la libertad humana que el titular proclama, transpira de
principio a fin aquellos sudores fríos que acompañan al rechinar de
dientes que le entra al humano cuando le toca hacer frente a la
novedad.
Es
de sobras conocido el misterioso terror cósmico que suele sentir la
humanidad hacia lo novedoso, hacia los descubrimientos, hacia los
nuevos conocimientos, y hacia los cambios que en su apacible paisaje
pudieran producir. Cuando el conocimiento adquirido amenaza con
cambiarnos el entorno, la circunstancia a la que estamos habituados,
a los humanos nos entra un tembleque que no nos llega la camisa al
cuerpo y salimos corriendo al fondo de nuestra cueva, a terreno
conocido, que se nos antoja seguro, por lo que pudiera ser. Y acto
seguido, en cuanto se nos pasa el sofoco, antes que reconocer el
canguelo, abominamos del elemento novedoso y, si se pone a tiro, le
pegamos fuego. Tal reacción es también muy humana: antes que
reconocer los propios miedos, o nuestra ignorancia, o nuestro error,
tendemos a cargarle el muerto a “lo otro”; se nos dispara ese
mecanismo de “autodefensa” –llamémosle– por el cual la causa
o la responsabilidad recae siempre sobre algo externo a nosotros,
sobre la cosa, sobre aquéllo de allí... Nunca sobre nosotros. Y
así, aligerados del peso de ser causantes o responsables –o sea,
de ser libres–, nos falta tiempo para montar la pira, olvidando que
la estabilidad obtenida en ese tradicional y familiar paisaje por el
que estamos dispuestos a quemar lo que haga falta, la hemos
conseguido gracias a las técnicas derivadas de otros saberes
previos, gracias a las tecnologías anteriores, pues la tecnología
no es otra cosa que un conjunto de teorías y técnicas que permiten
aprovechar de forma práctica el conocimiento adquirido.
Esta
costumbre nuestra de proyectar nuestros miedos hacia afuera, en lugar
de descender a nuestros infiernos en busca de su origen, suele tener
como consecuencia que acabemos "purificando" con llamas sin
haber llegado a oler siquiera, ni mucho menos averiguar o
intentar comprender, la naturaleza de lo demonizado. Y eso sucede con
nuestra tecnología, chivo expiatorio de moda desde que a la
resistencia agropecuaria decimonónica se le atragantó el motor de
combustión. No voy a detenerme aquí a darle pábulo al ludismo
y a su aversión a las máquinas, por no considerarlo más que la
versión actualizada de ese pavor fundamental del que venimos
hablando. Pero déjenme que fabule un hecho que me parece llamativo:
Incluso
los más encarnizados inquisidores de “la máquina” quedan
embelesados, próximos al éxtasis, al contemplar, en cualquier
museo, un arado neolítico. Envueltos en vapores de nostalgia
bucólica, se arroban ante aquel artilugio que se les antoja de una
sencillez e inocuidad conmovedoras, por la sencilla razón de que no
les representa novedad o amenaza alguna, ya que hace miles de años
que fue asimilado, absorbido, comprendido, y forma parte
constituyente de su realidad cotidiana. Y así de satisfechos se
vuelven a casa, sin lamentar ni un segundo las enormes desigualdades
o los implacables procesos de sustitución en las fuerzas productivas
que tal diabólico artefacto –ergo máquina– supuso para
las bandas y los clanes de cazadores de los tiempos en los que se
inventó.
Arado: la diabólica tecnología que acabó con la working class de los cazadores. |
Por
no desviarme del punto al que quiero llegar, tampoco me entretendré
ahora en replicar a algunas afirmaciones de rotundidad arriesgada que
el texto de mi interlocutor virtual me pone al paso en cuanto a las
capacidades presentes y futuras de las máquinas, pero sí quisiera
recomendarle que indague en lo que ya son capaces de hacer algunas y a la velocidad a la que esas capacidades mejoran. Así mismo,
advertirle de que, cuando afirma que hay tareas “... en las que por
alguna razón preferimos tener a humanos enfrente.” contradice a lo
que muestran los datos estadísticos a medida que las nuevas
tecnologías avanzan: que cada vez realizamos más tareas sin más
intervención humana que aquella que “todavía” –sí, querido
amigo, el “aún” y el “todavía” son claves– no puede
realizar una máquina. Compramos de todo por Internet, sin inmutarnos
por el hecho de que nuestra pizza, nuestro vestido o nuestro libro
nos lo pueda traer un drone en lugar del repartidor habitual.
Y el Estado sustituirá lo que haga falta a medida que sepa cómo
hacerlo a su conveniencia. Sin ir más lejos, toda mi relación con
Hacienda la llevo a cabo sin cruzar una sola palabra con funcionario
humano alguno... Pero no nos desviemos más, quizá en otra
ocasión...
Volviendo
a lo que estábamos, no podemos negar que la problemática, el dilema
existe, –así como el temor por la incertidumbre que cualquier
dilema nos genera–, pero tal dilema no es muy distinto, en esencia,
del que se plantea o se ha planteado siempre ante una nueva
situación; más aún si se trata de un caso de disrupción tecnológica, como lo fueron la Revolución Agrícola, la
Industrial o la que nos toca vivir aquí y ahora.
¿Que
la aplicación de una tecnología puede significar un proceso de
sustitución en algunas tareas antes habituales? Sí, sin duda. Que
se lo pregunten al que tenía que arrastrar piedras a través de
largas distancias cuando aparecieron los carros; o al lomo del
segador de trigo cuando aparecieron las cosechadoras...
¿Que
eso pone en peligro ciertos puestos de trabajo? Sin duda. Algunos
desaparecerán para no volver jamás. La figura del cazador,
principal fuerza productiva en tiempos remotos, la working class
del Paleolítico, es hoy algo anecdótico, pintoresco, arcaico y mal
visto por poco civilizado.
¿Que
una nueva tecnología genera desigualdades? Sí, pero no de las que
se le achacan. Como sucede con cualquier conocimiento nuevo, el que
lo conoce goza de una ventaja de la que carece el que lo ignora. Y
eso constituye, sin duda, un factor de desigualdad, pero que se
minimiza aprendiendo. Que se lo pregunten al conductor de carros que,
visto el panorama, se puso a estudiar para conducir trenes...
Obsérvese
que todas esas concesiones a los problemas planteados por la
irrupción de una nueva tecnología capaz de alterar los sistemas de
producción, se resuelven en gran medida a base de extender el nuevo
conocimiento que las ha generado, como sucedió con la agricultura o
con la máquina de vapor, y habrá que reconocer que nuestras nuevas
tecnologías contribuyen a la difusión de conocimiento de un modo
nunca visto. Pero justo un pasito más allá, dejamos de hablar ya de
supuestas tecnologías demoníacas, para hablar de gestión de
recursos, de redistribución y de ecualización a escala planetaria,
del valor del trabajo, de organización, de intereses, de política,
de lucha de clases, de luchas, en definitiva, de poder, cosa también
muy humana.
Llegados
a este punto, y si uno es capaz de transceder la figura de “lo
otro”, de “el otro” como demonio, como enemigo –la culpa
siempre es del otro, ¿recuerdan?–, resulta que entramos en el
territorio de los deseos humanos, como bien intuye mi apreciado
interlocutor virtual en las últimas líneas de su escrito, donde se
redime al hacer un par de afirmaciones que, a mi entender,
constituyen dos hebras fundamentales de un hilo que podría ayudarnos
a mitigar nuestros miedos y, por lo tanto, a afrontar los dilemas y
las dificultades que la circunstancia se empeña en poneros delante.
La primera de tales afirmaciones dice que “Las demandas de los
seres humanos, solos y en sociedad, son imprevisibles.” Y la
segunda, que “... fiarse a la suerte nunca ha sido la mejor
estrategia para la humanidad.” Estando de acuerdo con ambas,
déjenme que empiece por la segunda.
Para
el ser humano, en efecto, dejar las cosas en manos del azar nunca ha
sido su mejor opción. De hecho, más allá de tratar de dominarlo en
sus actividades lúdicas, ni siquiera puede permitirse planteárselo
como una estrategia en firme, porque el ser humano, para tratar con
lo que le rodea, con el mundo –que se le presenta como dilema,
problema a resolver segundo a segundo, día a día– se ve obligado
a hacer uso de esa capacidad característica suya que es el
intelecto; es decir, no le queda otra que plantarse ante el problema,
analizarlo y romperse la sesera para tratar de resolverlo.
Así
pues, echando mano de esa inevitable actividad sesuda nuestra, y
aplicándola al asunto de la “malvada tecnología” que nos
ocupa, sería interesante –antes de agarrar el lanzallamas–
tratar de comprender de dónde proviene ese hacer humano que es la
técnica y su para qué, para lo cual recomendaría encarecidamente
la lectura de una de las muchas joyas que el maestro Ortega y Gasset
dejó para todo aquel interesado en acercarse a la realidad de las
cosas. Se trata de un pequeño volumen que, bajo el título
Meditación de la técnica y otros ensayos sobre ciencia y filosofía, recopila una serie de lecciones que impartió el
maestro, allá por los años 30 del pasado siglo XX.
Sin
riesgo de spoiler alguno –diga aquí lo que yo diga,
“escuchar” a Ortega impartiendo es una experiencia impagable–,
puedo asegurarles que bastan las dos primeras lecciones –apenas
veinte paginitas–, para no volver a echarle el muerto a la ligera a
la tecnología, pues, a fin de cuentas, no es otra cosa que el
conjunto de técnicas a través del cual el humano pretende liberarse
de los imperativos de la pervivencia, del estar vivo, para poder
dedicarse a lo que es su necesidad fundamental y distintivamente
humana: desarrollarse como individuo, ser lo que desea ser. Es decir,
al ser humano no le basta con atender las exigencias biológicas para
estar vivo –cosas como comer, beber agua, protegerse de la
intemperie...–, no. El ser humano además de estar, quiere
estar bien (bien-estar) para poder dedicarse a ser aquello que
haya proyectado ser –ahí tenemos el deseo–. No usa la técnica
para adaptarse al medio, no; la usa para adaptar el medio a él, de
manera que el medio deje de incomodarlo y de exigirle cosas, pudiendo
así dedicarse a vacar, a disponer de tiempo libre para lo que
se le antoje ser –otra vez el deseo–. Al respecto, explica
Ortega:
“Los antiguos dividían la vida en dos zonas: una, que llamaban otium, el ocio, que no es la negación del hacer, sino ocuparse en ser lo humano del hombre, que ellos interpretaban como mando, organización, trato social, ciencias, artes. La otra zona, llena de esfuerzos para satisfacer las necesidades elementales, todo lo que hacía posible aquel otium, la llamaban nec-otium, señalando muy bien el carácter negativo que tiene para el hombre.”
Ahí
lo dejo, subrayando que debajo de todo están las imprevisibles
demandas de los deseos humanos que mencionaba mi interlocutor virtual
en su primera afirmación, antes expuesta. Y entre esos deseos,
algunos son infinitos, como ya nos explicó otro gran maestro
contemporáneo del anterior:
“Entre los deseos infinitos del hombre, los principales son los deseos de poder y de gloria.”
Así
pues, si como hemos apuntado antes, son luchas de poder las que, en
última instancia, dan lugar a todas esas injusticias, desigualdades
y problemas sociales que, lógicamente, tanto nos preocupan; y si el
poder es uno de los deseos infinitos del ser humano, convendrá
también tratar de conocer lo que podamos de ese deseo que tantos
quebraderos de cabeza nos ocasiona, para lo que recomiendo, en este
intento de arrojar luz sobre los demonios que nos inducen a tirar de
hoguera a la primera de cambio, la obra en la que aparece la frase
que acabo de citar, El poder. Un nuevo análisis social,
de Bertrand Russell.
Todo
esto me lleva, para terminar, a poner sobre el tapete una reflexión
que no es nueva –sin ir más lejos, los maestros que he mencionado
la expusieron con meridiana claridad cuando el siglo XX aún era
joven–, pero su vigencia es incontestable:
Tal
vez el gran problema de fondo del ser humano de hoy es que no sabe lo
que desea; es decir, no sabe lo que quiere ser, no tiene todavía un
plan, un proyecto de sí mismo que encaje con el nuevo modelo de
mundo que la nueva era de la sociedad de la información y el
conocimiento le plantea; es decir, no sabe lo que quiere ser porque
aún no comprende lo que está pasando. Estamos mirando, asustados,
desde el fondo de nuestras cuevas, un nuevo modelo de mundo que nos
sitúa ante una circunstancia de ámbito planetario que nos obliga,
además de reformular nuestros propios deseos, a formular unos
nuevos, unos deseos globales, de especie en su conjunto. La cosa
tiene miga, claro está, pero si logramos definir esos deseos, tal
vez los deseos de poder y de gloria adquieran nuevos enfoques y
objetivos. Y la tecnología que hagamos estará enfocada, como
siempre, a liberarnos para alcanzarlos.