lunes, 31 de octubre de 2011

Autores, cultura y los 40 ladrones (II)

   Papel y plástico, plástico y papel. He ahí uno de los fundamentos principales del negocio de la "cultura". Si una editorial tuviera la certeza de que podría vender 100.000 ejemplares de un libro de 300 páginas en blanco o lleno únicamente con "aeiou" lo lanzaría al mercado sin pestañear, envuelto en su correspondiente campaña de promoción en la que nos convencerían, por prensa, radio y televisión, de que aquello es el no va más de la literatura conceptual de vanguardia; o sea "cultura" de la buena. Lo mismo es aplicable a un sello discográfico si pudiera endosarnos unas miles de copias de un LP con 45 minutos de "doremifasolasido" contínuo o, mejor aún, con el único y sugerente sonido de la aguja rascando el vinilo. Con etiquetarlo "hard progresive" o algo así, quedaría perfectamente alistado en las filas de lo más plus de la "cultura".

   Y es que la "cultura" es, entre otras cosas, un negocio cojonudo. Permítanme que, a trazos gruesos, les ponga un ejemplo de muestra: si usted tiene unos mínimos ahorrillos,  puede acercarse a una imprenta e imprimir quinientas copias de un libro de ochenta páginas, pongamos por caso. Siendo un particular y dependiendo de la imprenta, en el peor de los casos, el coste de su iniciativa puede salirle a un par de euros por libro. Sólo con que usted se planteara venderlo a cinco euros, con que vendiera menos de la mitad habría cubierto su inversión; si los vende todos, habrá obtenido un beneficio del 150%, que no está mal. Téngase ahora en cuenta que en la industria de la impresión, tanto en papel como en plástico, los precios de coste se reducen de forma inversamente proporcional: cuantas más copias imprima, más baratas salen.  Así que, ya que estamos, con esos mil euritos que me iban a costar quinientas copias podría plantearme imprimir mil; y si consiguiera venderlos todos a cinco euros, el beneficio bruto obtenido sería de un 500%. ¿Interesante, no? Para que no se diga, vamos a suponer que, además, usted invierte un capital adicional en diseño y maquetación, junto a los gastos que le pueda generar el trajín de distribuir y vender los libros. Como es usted un particular y nuevo en estas lides, pongamos que todo eso le ha salido un poco más caro y sus beneficios finales vuelven a quedar reducidos, de nuevo, a un 150%. En su caso, el principal reto consistirá en vender los mil ejemplares. Pero no adelantemos acontecimientos y transportemos estos cálculos groseros a otra escala.

   Bastaría con que usted dispusiera de una imprenta –es aplicable a una imprenta de CDs o DVDs– para darse cuenta del incremento en el beneficio que ello supondría. Si además establece usted relaciones comerciales –o los incluye en su propia estructura de negocio– con los distintos agentes del proceso, para que su producto se vea bonito –diseño y maquetación–, para promocionarlo –publicidad–, para distribuirlo –distribuidoras– y para venderlo –tiendas y almacenes–, los costes de todo ello se verían también reducidos considerablemente. Ahora lo único que necesitamos es material para rellenar cien títulos, para empezar y por ejemplo; es decir, para abrir cien grifos que, una vez vendan un mínimo de ejemplares van a gotear beneficios que pueden ser aún más jugosos si en lugar de vender a cinco vendo a diez... Habrán títulos, claro está, que, sea por el interés que pueda despertar su contenido por sí solo o por su gancho comercial, gotearán más que otros; pues nada, apretemos por ahí, blindemos ese contenido –al menor coste posible, claro–, barnicémoslo con una mano de "cultura"...

   Obsérvese que en todo el tejemaneje, elementos tan esgrimidos como "el autor" y "la cultura" no son más que meros "accidentes" desperdigados entre los eslabones de la cadena de montaje. Volveremos sobre este par de elementos en entregas posteriores. Mientras tanto, si está pensando ya en montar una editorial, le recomiendo que se contenga. No irá usted a creer que en un negocio tan viejo como Gutenberg entra cualquiera...

(Continuará...)

lunes, 17 de octubre de 2011

Eppur si muove...

   De buena mañana, mientras apuro el café, leo una entrevista encabezada con la frase "El 15M es emocional, le falta pensamiento" y observo, una vez más, cómo el personal se inflama en cuanto le mientan las "emociones", como si por nombrarlas, examinarlas o ponerlas en cuestión, se las fueran a quitar. Y me he acordado de Galileo.

   Cuenta la leyenda que Galileo, tocapelotas mayor del reino allá en su tiempo, masculló la expresión con la que titulo esta entrada después de salvarse por los pelos de que la Inquisición le aplicara una de las fatales y calurosas sesiones de peluquería que se estilaban en aquellos tiempos. Es más que probable que Galileo no dijera tal cosa en tan comprometida situación; a lo mejor más tarde, una vez libre, en petit comité, para quitarse el mal sabor de boca por haber tenido que abjurar ante aquella pandilla de cenutrios fanáticos.
   Sea como fuere, y en pocas palabras, el delito de Galileo, como el de muchos que corrieron –y corren– suertes similares o peores, no fue otro que el de anteponer el fruto de la razón a las creencias, a la fe imperante. Pero volvamos con las emociones...

   Cabe que la embriagada y embriagadora generación del Romanticismo haya contribuido a esa visión idílica que parece atribuir a las emociones toda suerte de extraordinarios poderes, pero mucho me temo que la autoridad que les conferimos viene de más lejos y constituye uno de los talones de Aquiles –que tenía dos– de la plebe: sumidos desde siempre en una ignorancia sedante, estamos a merced de las embestidas de las vísceras, de las sensaciones, de las emociones, zarandeos que, para hacerlos llevaderos y por falta de conocimiento, convertimos en creencias, a partir de las cuales actuamos; o sea, actos de fe. Y con esas, a base de azuzarnos las emociones, nos tienen adorando a tal o a cual, bailando a un son o a otro, siguiendo a Fulano o a Mengano, o comprando esto o aquello.
   Aunque se puede entender que, siendo lo único a lo que aferrarnos durante tanto tiempo, se enseñen los dientes cuando te las tocan, por mucha pieza dental que se exhiba, por sonoros que sean los rugidos, eso no cambia las cosas un ápice: un acto estúpido o indeseable no deja de serlo por muy intensa que haya sido la emoción que lo haya provocado. Llevados por las "pasiones" –las emociones padecidas–, acostumbrados a que otros lo hagan por nosotros, actuamos sin pensar. Y pasa lo que pasa. Notamos pupa –sensación–, nos emocionamos, convertimos en creencia o ideología la emoción y tiramos "palante", locos por entrar en acción, salga el sol por Antequera.

   No quiero decir con eso que no puedan surgir de ciertas emociones actos loables o hermosos por pura acción directa –aquí te pillo, aquí te mato–; alguno habrá que atine. Ni tampoco pretendo negar el obvio potencial inspirador de las emociones. Pero téngase en cuenta que incluso el poeta, el músico o el pintor suelen verse obligados a pensar y repensar su emoción inicial, a digerirla, a reflexionarla, para luego, sometiéndola a ciertas técnicas y/o métodos, regurgitarla en forma de obra, de acto consumado. Semejante proceso digestivo puede resultar muchas veces largo y tedioso; se puede tirar uno años para escribir un soneto, componer una polka o pintar un bodegón, por muy emocionado que esté.
   Es decir, yo puedo contemplar la hermosura de una flor al fondo de un acantilado y que una emoción sin límite me inunde hasta extasiarme, pero si quiero alcanzar la embelesadora flor, dudo mucho que con la sola emoción baste. Puedo optar por dos vías: o dejarme caer acantilado abajo, convencido de que la emoción suprema  me sostendrá en sus brazos hasta posarme suavemente junto al colorido objeto de mi deseo, o la mucho menos romántica tarea de devanarme la sesera en busca de un procedimiento o de un sendero que me permita llegar al fondo del acantilado sin necesidad de hacerme papilla.

   Bien sé que están los ánimos sensibles, las emociones a flor de piel... Así que si alguien se ha sentido irritado o molesto por mi palabrería, ahora mismo me desdigo; no faltaba más.

   (Pero, así, entre nosotros, ahora que nadie nos oye, yo me remito a los hechos y digo lo que dicen que dijo aquél: "Eppur si muove...")

martes, 11 de octubre de 2011

Síndromes

    Me sucede con cierta frecuencia que me quedo absorto en la ventana, contemplando el ir y venir de mis congéneres en sus quehaceres diarios. En esos lapsos de contemplación suele recorrerme un amplio espectro  de sensaciones: de la maravilla a la estupefacción, del consuelo de la identificación al desgarro de la exclusión, del bálsamo del entendimiento a la punzada del interrogante...
   Y con uno de esas incógnitas me apartaba yo el otro día de una ventana para sentarme frente a otra –la pantalla de mi computadora–, a través de la cual descubrí fortuitamente a un simpático usuario de Twitter que se identificaba como @El_gran_oraculo. "Esta es la mía", me dije con una sonrisa. Si tienes un interrogante y te cruzas con un oráculo, a ver quién es el guapo que se resiste... Así que le envié un tuit en forma de respetuosa consulta:

Oh, gran oráculo, ¿por qué sigue creyendo el esclavo que es "pueblo"?

   Y seguí con lo mío, guardando el interrogante en el cajón de las dudas por resolver y olvidándome de la fugaz travesura con el "oráculo". Al caer la noche, sin embargo, la columna de mensajes de mi Twitter vibró con la llegada de uno nuevo. Era @El_gran_oraculo, que respondía:

El síndrome de Estocolmo.

  Me arrancó otra sonrisa, el muy truhán, y tras consultar las características de ese cuadro psíquico, no pude menos que admitir lo bien traído que estaba el augurio. Y así fue cómo, aquella misma madrugada, de la lectura de un síndrome que venía a arrojar algo de luz sobre aquel interrogante, acabé fraguando yo otro que me ayudara a esclarecer, en lo posible, otra de las preguntas que me venían atormentando últimamente. A este devaneo nocturno lo bauticé como "El síndrome del Titanic", que ahora mismo les voy a explicar.

   ¿Se acuerdan del Titanic, aunque sólo sea por la película? Verán: en su época, el Titanic, el barco de pasajeros más grande y lujoso del mundo, fue diseñado según algunas de las más avanzadas tecnologías de su tiempo, lo cual hacía creer que, aún en caso de rotura del casco, se mantendría a flote, por lo que era considerado, fíjate tú que tontería, "insumergible". O sea, el no va más de estructura destinada a cumplir una función determinada –navegar, en su caso–.
   Imaginemos ahora que al Titanic, durante su trágica travesía, por alguna inexplicable razón, se le hubiera abierto una pequeña fisura en el casco. Tendría toda lógica que, sin que cundiera la alarma, la tripulación localizara la grieta y pusiera manos a la obra: "esto no es nada, un poco de agua, trae esa plancha, suelda aquí, suelda allá, ciérrame herméticamente ese compartimento por si acaso y cuando volvamos a puerto lo apañamos..." Sin embargo, una imprevista circunstancia mucho más adversa –el iceberg–, le abre un boquete en el casco de tal tamaño –le causa a la estructura un problema– que manda a paseo su supuesta "insumergibilidad": el agua entra en tromba, los compartimentos estancos revientan como habas tostadas, en el salón de baile el agua llega hasta las rodillas y así no hay quien baile el vals... La estructura titánica, damas y caballeros, se hunde. Sálvese quien pueda. Creo que estaremos todos de acuerdo en que, en tales circunstancias extremas, presentarse delante del inmenso boquete con un soldador y unas planchas es una soberana estupidez...

   Pues bien: por alguna concatenación de causas que sólo un desarreglo psicológico puede explicar, eso es exactamente lo que estamos haciendo actualmente ante una situación socio-política que hace aguas por los cuatro costados. Con lo que ha "navegado" nuestra pirámide, somos incapaces de aceptar que, nos pongamos como nos pongamos, la vieja estructura se hunde, por más parches que le pongamos. Con el agua hasta el cuello, nos empeñamos en aferrar el soldador y bucear hacia un agotamiento fatal, cuando tendríamos que estar nadando a brazo partido hacia la orilla más próxima, por lejos que se nos antoje, y, una vez allí, ponernos a diseñar, con la experiencia adquirida, otra nave nueva, digo yo...

(Suspiro)

Con tanto síndrome, al final va  a ser verdad que necesitamos terapia...

martes, 4 de octubre de 2011

Espíritu Marine

   Si ustedes vibran con la muerte de la soldado Vásquez en Aliens; si se les salta la lagrimilla cuando James, el niño protagonista de El Imperio del Sol, se cuadra y saluda al kamikaze a punto de despegar hacia una misión de la que no regresará; o cuando, en esa misma película, los soldados prisioneros en un barracón de campo de concentración hacen el pasillo, se cuadran y saludan a ese mismo niño, que acaba de realizar una acción que ninguno de ellos habría sido capaz. Si El Sargento de Hierro les parece un hijo de mala madre al tiempo que desearían contar con él entre sus mejores amistades; si han llegado a la última página de la novela Amos de Títeres con el pecho henchido; si se han imaginado vistiendo un exoesqueleto propulsado y formando parte de "Los Rufianes de Rasczak" mientras devoraban la novela Straship Troopers; si ustedes no necesitan que les justifiquen la existencia de la Academia de la Flota Estelar dentro del marco ficticio de Star Trek o si han jugado alguna vez a Space Hulk, Space Crusade, Warhammer 40.000, o alguno similar, suspirando porque les toque uno de los escuadrones de marines espaciales... entonces no hace falta que sigan leyendo, porque estoy seguro de que ayer algo se les removió en su interior cuando vieron el titular de prensa que rezaba: "Los Marines vamos a Wall Street... a proteger a los manifestantes". Y si no lo han leído aún, les ruego que lo hagan ahora, antes de proseguir.

Dos Marines protestando en New York. En la pancarta puede leerse: "Segunda vez que lucho por mi país. Primera vez que conozco a  mi enemigo".

   Coincidirán conmigo, espero, en que, en muchas ocasiones, el gesto puede ser tan elocuente como el mejor de los discursos. Si el gesto va acompañando a un buen discurso, ya ni les cuento. Y lo que quiero destacar en estas líneas es la importancia de un gesto: el de dar un paso al frente.
   Aún consciente –muy consciente– de cómo puedan interpretar algunos estas palabras, no me voy a detener aquí, por obvio, a explicar que nada tienen que ver con ensalzar aspecto alguno del belicismo, ni muchísimo menos. Yo digo lo que decía Asimov: "La violencia es el último recurso del incompetente." A  lo que quiero apuntar es a esos gestos que, sin saber muy bien por qué y provengan de donde provengan, nos conmueven y nos inyectan una mínima dosis de confianza y esperanza para seguir hacia delante. Hablo de valor, de sentido del deber. Hablo de que, dadas las circunstancias, tal vez lo que nos haga falta sea  fontaneros marines, profesores marines, jubilados marines, médicos marines, panaderos marines, arquitectos marines, licenciados, catedráticos y decanos marines, electricistas marines, conductores y taquilleros marines, funcionarios marines, autónomos marines, ingenieros marines, científicos marines, paletas marines, agricultores marines... Personas marines, en definitiva, con el valor, la conciencia y el sentido del deber, para con su propia dignidad y para con su prójimo, suficientes como para dar un paso al frente; no para iniciar una guerra o pegarse con la policía, sino para plantarse y decir basta, hasta aquí hemos llegado, con todas sus consecuencias, sin temor a perder estatus, comodidades y privilegios ilusorios si ello ha de contribuir al bien común.

   Entiéndame el que me quiera entender, porque cada vez que leo la frase del marine Reilly "Si quieren acceder a los manifestantes para golpearles tendrán que pasar primero a través del puto Cuerpo de Marines" se me hace un nudo en la garganta y quisiera echármelo a la cara para responderle un sonoro y rotundo "¡Señor, sí, señor!".