lunes, 21 de noviembre de 2011

Parábola del día después

   Está saliendo el sol y las luces de las farolas van perdiendo protagonismo. Ya se ve la luz roja del poste del metro. Lleva los brazos cruzados sobre el pecho, sujetándose las solapas del viejo chaquetón; menos mal que se ha puesto leotardos... Bajo un codo, sujeta un libro que le ha dejado una amiga y ya le falta poco para acabarlo. Colgada del otro, la bolsa de plástico con el bocadillo, la magdalena y el plátano que serán su comida de hoy golpea contra su cadera al ritmo de sus pasos. Cada vez que tiene que dejar al niño en casa de la vecina, tan pronto, se le hace un nudo en el estómago al que –está convencida– no podrá acostumbrase nunca. Repasa mentalmente el recorrido de paradas de metro hasta cada uno de los cuatro destinos donde la esperan dos o tres horas en cada sitio haciendo la limpieza y las tareas del hogar de otros.

   Frente a la entrada del metro, en el quiosco acaban de ordenar las pilas de periódicos del día. Dos hombres hojean sus diarios e intercambian impresiones con una intensidad chocante cuando ni siquiera el sol ha terminado de salir. Palabras entrecortadas le llegan hasta los oídos al pasar; no sé qué de que si han ganado, de que si han perdido... Siempre están igual. A veces no sabe si hablan de fútbol, de política o de qué...

   Baja las escaleras del metro y agradece la sensación del aire caliente y espeso que flota en el mundo subterráneo. Apresura un poco el paso para cruzar las puertas de la taquilla casi pegada a las espaldas de un señor que ni siquiera se da cuenta. A estas horas no hay revisores. Recorre el andén y consulta una vez más el mapa de paradas. Llega el tren, retumbando con estridencia. Hay asientos de sobra; se sienta, y a su lado se acomoda un muchacho arrebujado en una cazadora que debe de ser de la misma temporada que su chaquetón, manos en los bolsillos, bocadillo bajo la axila, con cara adormecida y que trata de despertarse con el volumen de los cascos demasiado alto. Hasta puede reconocer lo que va escuchando. Le encanta esa canción; se deja invadir por el soniquete, recuenta una vez más las paradas que le faltan hasta llegar a su destino y entrecierra los ojos... Con un poco de suerte, estará de vuelta antes de las nueve y podrá asistir a la reunión para lo del pueblo abandonado... Empezar de nuevo... aunque sólo sea por los niños...

lunes, 14 de noviembre de 2011

La primera piedra

   Tras mi anterior entrada, entenderán ustedes que eso de tomar distancia y perspectiva tenga sus consecuencias. Dispuesto a afrontarlas, voy al grano y sin rodeos:
   La argamasa que sostiene la estructura piramidal de nuestras sociedades es, en esencia, el miedo, en dos de sus formas fundamentales: el miedo a la fuerza y el miedo que se deriva de la ignorancia. Los esclavos, el estrato más bajo de la pirámide –es decir, la mayoría de ustedes y yo–, en el caso de reconocer su condición y plantearse un cambio estructural de la ancestral construcción piramidal –téngase en cuenta que la inmensa mayoría de población esclava asume con alegría su esclavitud mientras los tengan bien cuidados–, tienen dos opciones: usar la fuerza contra el pilar de la fuerza o usar la cabeza contra el pilar de la ignorancia. Lo primero ya se ha probado, siempre con el mismo resultado: baño de sangre –sangre esclava, en su mayor proporción–, estructura piramidal intacta. Queda probar lo segundo, que es mucho menos épico y requiere de más paciencia. Para los que pretendan esta segunda opción dejo aquí este escrito, para empezar. A estas alturas, el que quiera atender que atienda y el que no, pues tan amigos.

Ilustración de "Pistacchio"
"Entre las múltiples y variadas formas adoptadas por la materia viva, explorar el entorno, el medio ambiente, aunque arriesgado, siempre se ha revelado como una buena estrategia de supervivencia. Poder moverse y curiosear por los alrededores aumenta considerablemente las posibilidades de cubrir dos de las necesidades más importantes: alimento y seguridad frente a posibles amenazas. Es por eso por lo que muchas formas de vida se han tomado muchísimas molestias en su proceso evolutivo para desarrollar órganos sensoriales, sentidos, cada vez más complicados y afinados, que les permitan recibir una mayor variedad de mensajes del entorno, al tiempo que un sistema nervioso no menos complicado que les permita interpretar y almacenar toda esa información recogida por sus sentidos.

   Desde luego, no todos los seres vivos presentan el mismo interés por la exploración; no hay más que observar a lo que dedica su tiempo libre una ostra, por poner un ejemplo... El impulso por explorar, la curiosidad, es más acentuada cuanto más complejo es el bicho. Cuanto más evolucionado está su sistema nervioso y su cerebro, más intensa es esa curiosidad. Y si hablamos de sistemas nerviosos y cerebros complicados, nosotros nos llevamos la palma.
   Precisamente por la complejidad de su cerebro y por lo peculiar de sus capacidades cerebrales, para el ser humano, la curiosidad, el impulso a explorar tiene un importante  factor añadido:
   Para nosotros, vivir es, forzosamente, tener que pensar; es decir, tener que hacerse preguntas; y por lo tanto, necesitar de respuestas. Vivir es una permanente toma de decisiones. Y para tomar las decisiones necesitamos saber –o creer que sabemos–. Necesitamos explicaciones, respuestas, porque a nosotros, ante el paisaje, no nos queda otro remedio que pensar, que poner en marcha esa "habilidad conseguida con los años", el intelecto, y utilizarlo para hacernos una idea del mundo, de la situación en la que nos encontramos. Por si esto no fuera suficiente, en nuestro caso, además de preocuparnos por el entorno, por el paisaje, resulta que somos conscientes, nos damos cuenta, de que nosotros también formamos parte del paisaje; así que, si los fenómenos externos son causa de sorpresa, inquietud, y una fuente permanente de enigmas, los relacionados con el propio ser humano, como especie y como individuo, tampoco podemos dejarlos de lado. No sólo necesitamos respuestas para lo que sucede a nuestro alrededor, las necesitamos también para lo que nos sucede a nosotros. Preguntas, preguntas, y más preguntas...

   Está claro que, de todo lo que nos preguntamos, no todas las preguntas nos inquietan o perturban del mismo modo, con la misma intensidad; de hecho, parece que algunas de esas preguntas llevan atormentándonos desde que tenemos uso de razón. Algunas de esas cuestiones nos resultan especialmente difíciles, enrevesadas e incómodas, ya se trate de enigmas clásicos, cosas del tipo “¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos?, ¿pero yo qué hago aquí?” –aún sin respuesta definitiva en nuestros días– o de cuestiones puramente fisiológicas: cosas como el dolor, la enfermedad y el horror frente a la muerte, por ejemplo, han sido y son causa de verdaderas conmociones y, por supuesto, motivo de multitud de  preguntas.
   Sin respuestas válidas a la enorme cantidad de preguntas que eso supone –y para que sean válidas basta con que nos sirvan para una determinada circunstancia– nos sentimos desorientados, confusos, angustiados, inquietos, no sabemos qué hacer. Es tanta nuestra necesidad de respuestas sobre las que apoyarnos que, en caso de no tenerlas, preferimos inventárnoslas, si es necesario; el estudio de las creencias, las mitologías y los ritos de todas las épocas nos ofrece un sobrado muestrario de nuestra capacidad para construir, inventar explicaciones que nos sirvan en un momento determinado para contestar, de un modo u otro, a tanta pregunta.

   Sin embargo, y por lo visto hasta nuestros días, las respuestas inventadas no parecen ser suficiente para todos los humanos; suponer, imaginar, inventar respuestas puede valer en una circunstancia concreta, para salir del paso, pero qué duda cabe de que, si es posible, preferimos certezas, preferimos "saber" a qué atenernos.
   Y eso es lo que significa, en resumidas cuentas, "ciencia", palabra que proviene del latín scientia –que significa "conocimiento"–, que a su vez deriva del verbo scire, que significa "saber".
Llamamos "ciencia" al intento de descubrir, de obtener respuestas a través de la observación y el razonamiento basado en lo que observamos. Observamos y razonamos, primero, hechos particulares del mundo (lo que nos incluye a nosotros, no lo olviden), y, a partir de esas observaciones y sus razonamientos, intentamos establecer las leyes que conectan, que relacionan esos hechos entre sí y que, con un poco de suerte, nos permitan predecir (o sea, saber con antelación) lo que va a suceder. Por extensión, también llamamos "ciencia" a todo el conocimiento que obtenemos de este modo, siguiendo ese procedimiento.
  Y es que la ciencia es, sobre todo, un procedimiento, una manera de obtener respuestas; una manera que, por resultarnos tan útil, por proporcionarnos tantas respuestas que nos sirven –de momento–, ha llegado a tener la importancia que tiene hoy en día.  El ser humano, al aplicar el conocimiento adquirido de esa manera a su habilidad técnica –a esa habilidad que tenemos para modificar lo que nos rodea y a nosotros mismos para nuestro beneficio y bienestar–, no ha dejado de obtener cosas, comodidades, lujos, que antes eran imposibles o mucho más costosos, razón por la cual la ciencia tiene importancia incluso para los que no utilizan este procedimiento. Al mismo tiempo, dicho procedimiento, si se usa con regularidad, le permite a uno contemplar e intentar entender el mundo según el conocimiento obtenido con ese método, en lugar de tener que conformarnos con contemplar e intentar entender sólo con respuestas "inventadas".

   Sin embargo, curiosamente, una inmensa mayoría de seres humanos, a pesar de que utilizan la mayor parte de avances, comodidades, lujos y demás productos de la ciencia y la tecnología que de ella se deriva, sigue contemplando e intentando entender el mundo y a sí mismos basándose en respuestas "inventadas", tal vez porque se les antoja que ese procedimiento llamado "ciencia", ese método científico, es demasiado complicado. Y digo que es curioso porque, en realidad, dicho método –aunque a partir de ciertos grados de refinamiento pueda parecer complicado–, en esencia, es bastante sencillo. De hecho, para multitud de cosas, lo utilizamos sin darnos cuenta. Echémosle un vistazo.

   El método científico consiste, básicamente, en observar y analizar aquellos hechos que nos permitan descubrir las leyes que los rigen. Valiéndonos de un ejemplo simple utilizado por el ilustre pensador y científico Bertrand Russell, "... en esencia, el primer hombre que dijo: el fuego quema, estaba empleando el método científico; sobre todo, si se había decidido a quemarse varias veces". Como el ejemplo, aunque ilustrativo, es extremadamente simple –y para que no lo utilicemos de forma incorrecta en caso de que queramos usar este método– valdrá la pena que enumeremos los pasos a seguir:

  • Observación del fenómeno - Pues eso, observar el fenómeno. Nuestro sujeto mete la mano en el fuego y algo sucede: se quema.
  • Descripción detallada del fenómeno - El sujeto apunta escrupulosamente, con la mano que no le escuece, cómo ha sucedido todo.
  • Inducción o extracción de la ley general que se desprende de los resultados de los fenómenos observados - Nuestro sujeto observa que otros que hacen algo semejante (meter la mano en el fuego) reaccionan de forma semejante, por lo que empieza a barruntar que allí hay algo que se repite, tal vez una ley general.
  • Hipótesis que explique los fenómenos y su relación - Por fin, acaba formulando su primera hipótesis general: "si metes la mano en el fuego, te quemas".
  • Experimentación controlada para comprobar la hipótesis - Cuidadosamente, dispone cincuenta clases distintas de fuegos y, tragando saliva, se dispone a meter la mano en cada uno de ellos.
  • Demostración o refutación de la hipótesis - Con los resultados de los experimentos, nuestro sujeto puede decir si su hipótesis era cierta o estaba equivocada. Como se ha quemado en los cincuenta fuegos, su hipótesis le parece sobradamente demostrada y la da por cierta. Se pone muy contento y no aplaude por razones obvias.
  • Comparación universal - Esta es tal vez la mejor, porque a pesar de las cicatrices y el trabajo previo realizado, nuestro sujeto, al que ya podemos llamar científico, está dispuesto a admitir que el fuego no quema si, en el futuro, se encuentra con un caso en el que no suceda así, momento en el cual, por ser un fenómeno nuevo, volverá a aplicar el procedimiento desde el principio.

   Aunque deliberadamente simplificado, en esto consiste básicamente el método científico, eso es la ciencia: un modo de observar, analizar y razonar el mundo, el universo. Podemos decir que es un forma de pensar que nos proporciona un conocimiento que no depende de que lo diga tal o cuál persona; no es un conocimiento que haya que "creer" porque lo dice un político, una autoridad religiosa, o, simplemente, una autoridad "por la fuerza" –autoridades que, curiosamente, son las que más se resisten a aplicar el método científico a sus áreas–. El conocimiento científico hay que demostrarlo y, lo que es más importante, debe cambiar si aparece algo que demuestre lo contrario. Esa es su única autoridad, que no es poca. Pero no nos confundamos: la ciencia no es algo en lo que creer, no es un sustituto de las religiones, o de lo que hemos llamado "respuestas inventadas". Su valor radica precisamente en que no depende de las creencias ni de las personas que las sustentan, sino de los hechos demostrados y demostrables.

   A día de hoy, la ciencia y la tecnología que se desprende de los conocimientos que nos proporciona son parte fundamental de nuestro mundo y herramienta imprescindible para seguir intentando entender. Los beneficios que obtenemos de ella son incuestionables y, ciertamente, los abusos, desmanes y atrocidades cometidos en su nombre y con algunas de sus aplicaciones también lo son. Pero eso no es culpa de la ciencia, ¿no les parece?"*

*Texto publicado en el primer número del periódico de divulgación "Satélite" (2009)


miércoles, 9 de noviembre de 2011

Metáfora sin masticar

   A medida que se disipan los vapores de la embriaguez de la catarsis colectiva experimentada durante los últimos meses, siento la urgente necesidad  de tomar cierta distancia del fenómeno para poder contemplarlo desde perspectivas diferentes y más amplias que las que se pueden apreciar desde dentro. Debe comprenderse que, ya de por sí, la tarea no es fácil y, menos aún, si uno vive padeciendo algún tipo de precariedad en la necesidades básicas –alimento, salud, cobijo–: animales somos y el imperativo vital nos empuja a dedicar nuestros posibles en atender primero aquellos flancos que nos permitan cumplir con lo prioritario: seguir con vida. Con todo, me dispongo a realizar tal ejercicio como buenamente pueda, aún a riesgo de que aquellas prioridades animales me nublen el entendimiento y de no ser capaz de hilvanar, de buen principio, algo más que una serie de torpes metáforas.

   A poco que me distancio, me asalta la misma sensación que si regresara de una rave fabulosa que se hubiera alargado durante más de medio año: mientras ha durado la música, hemos danzado en comunión; a través de las grietas de nuestros cerebros alterados por la química hemos vislumbrado jirones de una nueva consciencia, individual y colectiva al mismo tiempo, y se nos han revelado de reojo las infinitas conexiones de la compleja realidad; hemos rozado con la punta de los dedos la sinergia, la unidad... Apabullados por tal experiencia, abandonamos el recinto y formando pequeños grupos se intenta reproducir a pequeña escala, semana tras semana, la ceremonia extática, apurando y consumiendo hasta el último recuerdo de aquella fascinante experiencia... Sin embargo, cuando la fiesta por fin termina, los destellos de las tiránicas luces matinales nos imponen el descarnado paisaje de la realidad cotidiana. Miramos nuestros tobillos y las cadenas siguen ahí; nos miramos unos a otros, confundidos; nuestros cerebros agotados se esfuerzan en asimilar lo sucedido, mientras reciben la andanada de mazazos que, sin compasión ninguna, descargan los hechos crudos; buscamos a nuestro alrededor a aquellos con los que apenas unos días atrás nos fusionamos, elevándonos a cimas luminosas, y descubrimos aterrorizados las cabezas gachas y las miradas asustadas de aquellos que, como nosotros mismos, no son capaces de anhelar otra cosa que recuperar la apacible esclavitud que ahora les recortan. Algunos, cegados por la rabia, corren a lanzarse desesperados a una muerte cierta contra los sólidos muros ancestrales de la pirámide que nos encierra. Otros, se encaran con sus semejantes y los zarandean, escupiéndoles los delirios de su propia impotencia. Algunos se derrumban sobre su rodillas, agarrándose la cabeza con dedos crispados por la desesperación. Entre los que logran mantener cierta calma, algo se arremolina en sus cabezas, convirtiéndose en murmullos aún inconexos: "no sabemos qué, no sabemos quién, no sabemos cómo... no sabemos, no sabemos..." Se oyen gritos exasperados de "¡Todos sabemos quién es el enemigo!", lanzados hacia los cielos insensibles y mudos, voces de ira incapaces de imaginar que el mayor enemigo se lleva dentro. Desde lo lejos, alguno llega corriendo, siempre los menos, excitados, asegurando haber encontrado una posible salida tras un monolito de dimensiones titánicas en cuya superficie puede leerse una inscripción casi borrada por el paso del tiempo: "Ignorancia", dicen que pone... Pero nadie está en situación de hacerles el menor caso...