martes, 16 de diciembre de 2014

Visiones dominicales

   Con los estruendos de la contienda política que se está librando, no hay forma de echar una siestecita en paz. Se asoma uno a la ventana y le parece estar viendo una de aquellas pinturas clásicas de algún asedio memorable. Te frotas los ojos, por si caso, pero ahí está: un asedio en toda regla.


   En el centro del cuadro se alza la piramidal ciudadela del Parlamento, y en torno a ella, hasta desbordar los límites del lienzo, las huestes asediadoras, ganando centímetro a centímetro el terreno sembrado de fosos y de barricadas de estacas que las separa de la murallas principales, culminadas por una humeante corona de almenas y calderos de aceite hirviendo. Una fina capa de nubes cubre los cielos, las aves espantadas, seguramente, por el incesante ondear de estandartes, en los que, tanto sitiadores como sitiados, no parecen haber escatimado esfuerzo de guerra.
   Como en la tele no dan nada, acerco un sillón a la ventana, me hago unas palomitas y me abro una cerveza. No hay peligro para el espectador, más allá de la hipertensión o la dispepsia, pues la munición empleada, por el momento, no tiene más filo o consistencia que la que pueda tener una soflama, un berrido, un insulto o un escupitajo. A fin de cuentas, estos primeros envites no son más que batallas menores, escaramuzas de tanteo sin más objetivos que, por una parte, incitar, enervar y cabrear al contrario, para ver dónde le duele, y, por otra, enardecer y seducir a la siempre voluble y visceral opinión de la vapuleada tropa de a pie, para decantarla hacia sus respectivos estandartes cuando llegue la hora del cuerpo a cuerpo en las batallas decisivas que habrán de librarse a golpe de votos.
   Se aprecia enseguida que las andanadas se suceden con la monótona puntualidad de los noticiarios informativos.
   La variopinta fuerza asaltante, aglutinada bajo el estandarte del Círculo –círculo blanco sobre campo morado–, asumido el papel de atacante, se guía por las máximas ajedrecísticas dictadas por su líder, Pablo el Sin Abuela, y su guardia pretoriana –el comité, ya no tan variopinto–, abogando por un buen ataque como la mejor de las defensas. Hijos de la Universidad y de la Era de la Información, su entrenamiento y su conocimiento de los campos de batalla y las armas con las que se libran hoy estas guerras, aventajan con creces a las anticuadas tácticas de sus adversarios, quienes, fofos de tanta poltrona y de meninges embotadas por vapores de prepotencia indolente, se las ven y se las desean para mover sus carnes y sus pesados ropajes con la mínima agilidad que la situación requiere. Y así, los del Círculo, con la iniciativa de su lado, marcan la agenda diaria en los medios de comunicación; sea por activa, lanzando metódicamente proyectiles sobre las murallas que obligan a tener puesta la atención sobre ellos de forma permanente –hoy, “que ya tenemos borrador económico”; mañana, “que hay que reformar la Constitución”; pasado, "que vaya entrevista en la televisión publica”… –; sea por pasiva, aprovechando la torpeza y la miopía de las reacciones del adversario para convertirlas en nuevas armas arrojadizas que lo mantengan en un constante sinvivir. La consigna parece clara: no dejar dormir al enemigo.
   Mientras tanto, los viejos clanes que habitan en la ciudadela, previsibles y envilecidos por la fuerza de la costumbre, no han hecho otra cosa que enrocarse, posición defensiva donde las haya, movimiento penoso que se les suma a las no menos penosas tareas de tener que atender a las escaramuzas y las intrigas intestinas cotidianas, de mantener y tratar de poner a salvo a sus respectivos feudos y cómplices, de restaurar a toda prisa sus fachadas y postureos de cara a una galería descreída y que ya no distingue entre unos y otros de tanto que se parecen. Y todo ello con el problema añadido de tener que ir esquivando los enormes bloques de moldura que se desprenden de los techos decrépitos por las humedades de la corrupción.
   Los del clan gobernante, bajo el estandarte de la Gaviota –gaviota blanca sobre campo azul–, cierran filas en torno a su líder, Mariano el Borroso, empecinados en una defensa cerril y numantina, como exige su tradición, guiados por la fe ciega de los que se creen en posesión de una verdad revelada e incuestionable.
   Bastante más descompuestos, los del estandarte de la Rosa Empuñada –puño y rosa blancos sobre campo rojo–, se afanan en sus gabinetes en tácticas de camuflaje y cosmética: rapan barbas, aplican gruesas capas de maquillaje, adoptan posturas y ensayan puestas en escena de espectáculos de imitación, incapaces de recordar quiénes son ni de dónde proceden. Entre febriles canturreos de viejas gestas, empujan hacia las almenas a Pedro el Narro, un nuevo delfín que dé, literalmente, la cara, a ser posible del perfil bueno.
  Por su parte, los clanes menores, incapaces de alianza alguna por delirios umbilicales, o en busca de escondite hasta que todo acabe, trastabillan y gesticulan por patios, salones y torreones, sacudiendo sus blasones tipográficos, repletos de “pes", “ces”, “íes”, “úes”, “des”… Por los pasadizos soplan rumores de colaboracionismo con los incursores para salvar los muebles...

   Contemplada desde aquí, entre palomita y trago, la estampa en su conjunto parece barnizada de esperpento, de patética decadencia, de épica casposa y desesperada… Las andanadas se suceden con cadencia de reloj. Los ecos de las letanías de trazo grueso que sirven de munición me envuelven...

… hay que abrir la caja y hablarlo todo… … constitución sacrosanta e inviolable… … han sabido analizar con precisión la situación, pero… … eso es inviable…

… llevándome a un sopor plagado de inquietas reflexiones, que habrán de esperar a que despierte.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Más allá


   Dicen los cosmonautas que, después de observar la Tierra desde el espacio, muchas viejas ideas que sobre el mundo tenemos se modifican para siempre; los países, las naciones, las fronteras se achican hasta esfumarse, avergonzadas de no ser más que torpes invenciones, abrumadas ante la realidad incontestable de un planeta que gira monótono con su inquieto cargamento de vida en torno al magnífico sol que, un día, con toda probabilidad, acabará convirtiéndolo en polvo estelar.
   Para los exploradores del espacio, cuando regresan a casa, nada vuelve a ser lo mismo; las disputas y los atropellos entre humanos se tornan en absurdas, incomprensibles rabietas de niños ignorantes y mal criados, que se aferran asustados a las paredes de sus respectivos úteros imaginarios; criaturas encogidas en las cuevas, apuntando con dedo tembloroso a los cielos donde moran los temibles dioses que ellas mismas inventaron; diminutos seres hacinados, desquiciados y desvalidos, lanzándose dentelladas, peleando, ciegos de confusión, por un minúsculo pedazo de tierra que ni siquiera les pertenece...
   Quisiera el cosmonauta, entonces, disponer de una flota de naves espaciales y sacar a sus congéneres de los confines del miedo, de los lastres primitivos, de la oscuridad de la caverna, para que vean, con él, lo que sus ojos han visto. Quisiera viajar con ellos por el vasto universo, sin límite conocido, que nos rodea; un cosmos de energía desbordante, de galaxias, de estrellas, de planetas, esperando al bullicio de la vida. Quisiera acompañarles en busca de respuestas, de nuevas preguntas; quisiera que la inmensidad del espacio les ayudara a comprender su pequeñez y su grandeza, y, con ello, la fatuidad de sus riñas. Quisiera, con su viaje, recordarles que sólo se avanza dando pasos hacia lo desconocido, pues, si no, es retroceder. Quisiera detenerse con ellos, un momento, en la quietud del espacio, asomarse a las escotillas y contemplar, con los corazones bailando al compás de los armónicos del universo, la verdadera inmensidad de su hogar.