sábado, 20 de agosto de 2011

Fábula taurina

   Mira tú por dónde, va a salir algo positivo de los alborotos relacionados con las JMJ, pues en el intrincado y cada vez más revuelto juego de tablero que es el escenario socio-político tardaba ya en ponerse sobre el tapete –yo empezaba a estar preocupado– la cuestión de la estrategia. Además de las propuestas de diálogo –arma de construcción masiva, donde las haya– surgidas en las entrañas de la Red (#JMJ15M), he podido leer interesantes reflexiones sobre factor tan fundamental, poniendo además sobre la mesa textos que algunos nos habíamos cansado ya de recomendar, por activa y por pasiva. No hay problema. Más vale tarde que nunca. Y como uno comprende que cada cual bastante tiene con lo suyo y puede no estar para enfrascarse en sesudas valoraciones teóricas, voy a arrancarme aquí con una especie de fábula que espero resulte ilustrativa.
   Imaginemos una corrida de toros, con todos sus elementos: público al sol y a la sombra, palco de autoridades, la banda, picadores, monosabios, banderilleros, mozos de espada y demás cuadrilla, y, por supuesto, los indiscutibles protagonistas de la tarde: el torero y el toro.
   Al margen de otras valoraciones, una corrida de toros se desarrolla repitiendo una escrupulosa serie de actos, llamados tercios, pero que yo voy a resumir aquí sin ninguna ortodoxia:

   Se suelta al morlaco en la plaza, donde entra ya dando testaradas y tiene ocasión de exhibir el porte, la furia y la bravura de que disponga. Los primeros compases tienen como objeto poner de mala leche al animal: se le marea, se le pica, se le banderillea... Cuando el bicho está de un humor que se llevaría por delante a cualquiera, vuelve a salir el matador (al que se le llama también diestro, aunque sea un chapuzas, zurdo o ambas cosas), y regala a la concurrencia otra tanda de posturitas, esta vez con muleta y espada, para acabar de marear, encabronar y agotar a la bestia antes de entrar a matar: el fatal y también previsto desenlace.
  Bien. Como sucede con cualquier otro ritual, para que éste tenga lugar, se cuenta con que todas las partes cumplan con su papel. En el caso del toro, se cuenta con su lógico cabreo (con lo tranquilo que estaba él correteando por sus pastos, con sus vacas...) y el irracional imperativo animal que le lleva a perseguir y embestir a todo lo que se mueva frente a su testuz.

   Pero imaginemos ahora que, un buen día, por aquellos azares de la evolución, saliera al ruedo un toro mutante. Se abre la puerta de los toriles y el bicho sale con paso tranquilo, cornamenta erguida, avanza hasta plantarse en el centro de la plaza y recorre con la mirada al escamado tendido. Tras los burladeros, puede distinguir las monteras de los peones, que se miran, titubean, pero abandonan su refugio, capote por delante, porque la banda toca el primer tercio y no es cosa de incomodar al respetable. Salen el torero y sus auxiliares, corren por la arena, arriba y abajo, incitan, pero el toro se los mira y no se mueve. El matador se le arrima, pero nada: el toro se da media vuelta, se dirige con toda pachorra hacia la barrera y se pone a la sombra. El respetable silba, en el palco encienden puros y los dueños de las cuadras se agitan inquietos. Los subalternos rodean al animal sacudiendo los capotes como poseídos, pero el toro se mira las pezuñas, como aburrido. Que salga el picador  a ver si arregla esto. Y sale, sobre su noble montura, garrocha en ristre, e inicia las maniobras de aproximación. El toro, como quien no quiere la cosa, se arranca con un elegante trote, en torno a la circunferencia de la plaza, en una u otra dirección siempre que lo aleje de la puya. Después de diez minutos de trotes, hasta el caballo dice que corra Lucas y se planta. El respetable se desgañita y cada vez parece menos respetable. Los alguacilillos esperan las órdenes del presidente, que se seca el sudor. El diestro, apoyado en la barrera, bebe agua y maldice la mala suerte que ha tenido con su primer toro. Así no hay quien lidie. Que saquen las vaquillas y se lleven a esa bestia pusilánime al matadero. Se oyen los cencerros, salen las vaquillas, y para estupor de la plaza entera, el toro se tumba indolente, como si fuera a echar una cabezadita. Tras las tablas hay quien asegura que, si no fuera porque es del todo imposible, diría que el toro se ha reído. Al diestro se le saltan las lágrimas; las damas se arrancan la peineta; en el tendido se comen los pañuelos; la banda se arranca con un pasodoble, para distender; en el canal que retransmiten la corrida dan paso a la publicidad... 

Moraleja: si el toro no entra al capote, no hay fiesta que valga.

2 comentarios:

  1. Gobiernan,legislan,opositan ¡ellos nos necesitan! ¡nosotros a ellos no!...gobierna tú ¡ignoralos!

    Tu teoria de ignorarlos es lo suficiente descabellada para que me guste mucho!!!

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  2. Qué bueno, es usted un fuera de serie, me parto y comparto, cuídese please!

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