La semana de charlas que les anunciaba en mi última entrada ha resultado, como no esperaba menos, de lo más gratificante e instructiva, pues, además del impagable calor humano recibido en los barrios por los que he pasado, me ha permitido acceder de forma directa y sin intermediarios a las realidades y los sentires que se viven a pie de calle en torno al "movimiento 15M" y sus resonancias.
Habiendo transcurrido casi seis meses desde el 15 de mayo, a cualquiera que esté un poco pendiente no se le escapan las oleadas de incertidumbre que sacuden incluso el propio seno del movimiento. En los barrios, entre las muchas inquietudes, destaca, sobre todo, una: esto no funciona, no avanza, se para... Y en mi vagar por unas barriadas y otras, me voy haciendo una idea –del todo personal– de algunas de las razones que puedan estar causando esas inquietantes sensaciones, y que, siempre abusando de su infinita paciencia, voy a regurgitarles aquí como buenamente pueda.
Me temo que una de ellas podría ser que el ímpetu inicial de las acampadas, la eufuria, ha llevado a gran parte de los más ansiosos de "acción" –que por lo visto significa "algo en lo que haya que moverse mucho"– a zambullirse en una espiral de movilizaciones, en una vorágine de consignas y eslóganes, y a estructurar una faraónica organización virtual que, de salida, se topa con dos escollos importantes: que aún no se sabe muy bien para qué ha de servir, más allá de intercambiar convocatorias y los repetidos discursos ya oficiales, y que, al parecer, no tiene en cuenta que, en este país, la inmensa mayoría del personal es analfabeto digital –siempre en el caso de que disponga de conexión y/o de ordenador–, con lo cual, el movimiento 15M, en gran medida, habla para sí mismo. Tales ansiosos de acción suelen considerar que "todo el mundo sabe" (y comparte) aquello de lo que ellos están convencidos, saben o creen saber, y por lo tanto desestiman cualquier otra vía que no sea la que ellos consideran "indiscutible"; así que optan por moverse mucho y discutir poco.
– ¡Compañeros, tenemos un problema. Hay que hacer algo! (Aplausos)
– Sí, desde luego, algo habrá que hacer... pero... ¿no tendríamos que averiguar antes el qué? (Murmullos incómodos)
– ¡Eso es una pérdida de tiempo! ¡Todo el mundo sabe lo que hay que hacer!: ¡hay que hacer algo! (Aplausos)
(Repítase hasta la extenuación.)
Como digo, una vez superada la eufuria de las acampadas en las grandes plazas de las principales capitales, llegada la hora de la verdad, el momento de poner manos a la obra, en los barrios, la plebe se ha encontrado con una papeleta impuesta –con la mejor de las intenciones, pero impuesta–: se les ha dicho que han de formar asambleas (cuando en su vida se las han visto más gordas), cómo tienen que ser esas asambleas, a qué manifestaciones hay que ir, qué símbolos hay que ondear (como si no tuviéramos ya bastantes), lo que importa y lo que no importa... Dicho de otro modo: el 15M se ha convertido en símbolo, en "religión", en algo en lo que hay creer sin cuestionar. Y en esa "religión" las asambleas vendrían a ser las "misas", actos que, como es bien conocido, se congrega a los fieles, se les suelta el sermón, se comulga, y donde se contribuye a la catarsis de los asistentes pero no se obran milagros, por lo que, a no mucho tardar, acaban quedándose en cuadro, con sus oficiantes y el grupo de creyentes más fervorosos.
En esta transmutación religiosa, el 15M se ha dejado en el camino su piedra angular, pues, aparte de reunir a un número considerable de gente para vociferar su indignación (ritual catártico puro y duro y muy vistoso, eso sí), lo más valioso de aquel incipiente movimiento se encontraba –y se encuentra, quiero seguir creyendo– en que, por primera vez, en las calles, gentes de toda clase y condición (o de casi toda) se sentaban frente a frente para hablar, para debatir, para poner en común, para reflexionar, para sustituir la "creencia ciega" por el trabajo racional conjunto. Y eso sucedía, sobre todo, en los corrillos que se formaban espontáneamente antes y después de cualquier rito asambleario estipulado por los "próceres de la revolución", que los hay en todas partes.
No debería extrañar que semejante ritual resulte ajeno al grueso del vecindario, donde, por mucho que sorprenda a muchos, cada uno es de una madre, tiene sus propias ideas y creencias, y sus propias visiones del mundo. Basta con prestar atención a los espectadores ocasionales de las asambleas de barrio para detectar en el acto dónde está la falla: sólo oyen repetir sermones, consignas más o menos demagógicas, lo mal que estamos y lo que todos padecemos, a cuántas movilizaciones hay que asistir sin rechistar, sin cuestionar... Hablan los "oficiantes" de siempre, indicando qué es "cielo" y qué es "infierno", repitiendo lo de siempre, reprendiendo además a los que no se lancen a participar en su modelo de "revolución de salvación", de cruzada...
Resulta, pues, que el vecindario, aún padeciendo los mismos problemas, percibe, una vez más, que aquellos tampoco los representan, que son más de lo mismo: demagogia, exigencia de obediencia ciega, de uniformidad ideológica, con el agravante de que, en muchos casos, desprenden un tufillo a ganas de ponerse a romper y a quemar cosas que, lógicamente, tira "pa trás"; porque la mayoría de la gente, queridos "revolucionarios de toda la vida", puede querer cambios, soluciones, sí, pero me temo que está harta y escamada de símbolos, de banderas, y, desde luego, no quiere tener que ir a morir, una vez más, en una absurda batalla perdida contra la fuerza bruta.
Desde que tenemos noticia, la duda metódica, el debate y el diálogo racionales, el intercambio de conocimiento, de ideas, de visiones del mundo y de perspectivas siempre han sido los mayores antagonistas no sólo de las religiones, sino de cualquier clase de totalitarismo –que siempre adopta las formas más insospechadas, incluso por bienintencionadas que sean–. Celebramos que el esclavo haya conseguido indignarse ante su situación y, sin embargo, algunos pretenden –sin darse cuenta, quiero pensar– que dejen de comulgar en un templo para hacerlo en otro, sin detenerse primero a librarse de los lastres que durante tanto tiempo los ha mantenido en aquella condición: la ignorancia y los miedos que de ella se derivan.
La pregunta que recorre como un espectro los barrios es "¿Y ahora qué hacemos?". Y a mí sólo se me ocurre una respuesta: sentémonos en torno al fuego y averigüémoslo entre todos. Pues –ahora déjenme a mí que suelte mi eslogan, ¡qué caramba!– esta "evolución" será del pensamiento, o no será.
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