jueves, 26 de enero de 2012

El mayor espectáculo del mundo (I)

Pasándolo bien.
   Anteayer, un par de cacicas de la estepa castellana salivaban antes las cámaras de televisión mientras anunciaban la posibilidad de montar un "macrocomplejo del juego" en Madrid –casinos, hoteles, campos de golf y cosas de esas...– bajo el pretexto de generar varios miles de puesto de trabajo –la cifra esgrimida es de 200.000, exactamente la misma que se prometió inicialmente con el proyecto del casino en Los Monegros– y la inyección de un buen parné que, una vez descontado el chorreo de corruptelas inherentes a operaciones de tal envergadura, tan bien le vendría tanto a las arcas del estado como a sus propios bolsillos. De inmediato, los caciques de los demás clanes sacaron los dientes y lanzaron al viento todo tipo de objeciones –legales, morales, culturales, lo que haga falta–, pues nada hay que moleste más a un cacique que ver cómo el cacique de al lado se atiborra de carroña. Nada nuevo bajo el sol, por otra parte. A estas alturas, en este bastión feudal al que llamamos España, ya nadie se rasga demasiado las vestiduras por unas prácticas que forman parte de su acervo más arraigado. De hecho, en estos casos, hasta el último mono que pase por allí se apalancará en los alrededores con la esperanza de pillar algo.
   Coincide que, esta misma semana, por carambola publicitaria, una consultoría –"constructoría", se hacen llamar ellos– probó a venderme las bondades de sus "planes de activación territorial" –como si yo tuviera territorio alguno sobre el que hacer planes–, basados en algo denominado "economía del conocimiento" y que, según ofertan, "trabajando la singularidad de cada territorio" y "ayudando a encontrar el talento de cada uno de los habitantes" se puede cambiar el modelo económico, "crear bienestar cualitativo, equitativo y perdurable en el tiempo". Qué risas, oigan. Tras secarme las lágrimas, decliné educadamente su oferta, recomendándoles, en bien de su efectividad, una renovación de las estrategias en el departamento que les selecciona los potenciales clientes. La anécdota, sin embargo, me dejó un persistente runrún que ayer colisionó con las cacicadas que he mencionado, desenterrándome una propuesta que tenía sepultada por ahí y que paso a anunciar a continuación, convencido de que cualquiera con el mínimo sentido de estado –si es que aún queda algo de eso en alguna parte– se verá obligado a tener en consideración.
   Así, a trazos gruesos y para posterior desarrollo, la idea sería establecer como política de estado la conversión del conjunto del territorio en el centro mundial del recreo y el esparcimiento, la meca de las vacaciones y el reposo, el mayor espectáculo del planeta, el paraíso, el edén al que hay que ir por lo menos una vez en la vida; el Port Aventura definitivo, un Terra Mítica que abarque desde los Pirineos hasta Gibraltar, que deje a Las Vegas, Mónaco y Disneylandia a la altura de las casetas de feria. Y a este fabuloso parque elevado al rango de Estado lo bautizaría, para no herir sensibilidades, como... ¡Iberlandia!©

(Continuará)

Iberlandia©. La propiedad intelectual de ese nombre, los derechos de autor y lo que haga falta están reservadísimos, son míos y sólo míos; avisados estáis. Cuidadito con usarlo sin mi permiso, porque como me entere os mando al FBI y os vais a cagar las patas abajo, ¡destructores de la cultura! ¡Filibusteros! ¡Zulús! ¡Mercaderes de alfombras! ¡Ectoplasmas! Y ya me aseguraré de que os juzguen en otro país, listillos, que con lo de Camps, Gürtel, Iñaki y toda su parentela sé lo que estáis pensando...

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